miércoles, 18 de marzo de 2015

La última página

    Bajo una bóveda estrellada y sin luna, a setenta kilómetros por hora se desliza, sobre los raíles desgastados por la pátina del tiempo, la sombra oscura del Venice Simplon-Orient-Express. 

   Salió de la Gare de l' Est de París tres horas antes, rumbo al extremo oriental del continente europeo. El trayecto finaliza en Estambul, y los distinguidos pasajeros, vestidos de rigurosa etiqueta, disfrutan de una, a todas luces, suculenta cena en el vagón restaurante.

    Buscan con la mirada la nostalgia de una gloria pasada. Se regodean en cada gesto, en cada pequeña excentricidad consentida por el impecable servicio, que atiende con imperturbable sonrisa.

    En este tren todo el mundo busca un vestigio de aventura, de lance amoroso, de crimen novelesco. Y quizá en esta ocasión un pasajero halle inesperada fortuna, en el transcurso de los próximos seis días de viaje.


—Así que estás aquí por pura adicción a las novelas de misterio —concluyó el escritor norteamericano— Pero siempre empiezas leyendo la última página.

—Usted me ha pedido que le contara algo de mí —dijo la joven con un marcado acento francés, y una sonrisa traviesa, de lado, por donde asomaban un par de colmillos algo más afilados de lo estrictamente bello, que sin embargo le daban a su rostro infantil un toque divertido, un punto canalla.

—Estaba pensando más bien en tu color favorito.

    El traqueteo constante creaba una extraña cadencia de movimientos en los pasajeros, pero él pensó que a la joven le sentaba bien. Hacía que sus rizos dorados se balancearan mientras hablaba y que pareciera aún más ligera. Era de estatura pequeña, muy flaca, como si fuera a echar a volar al menor despiste. Su edad, indeterminada, presumiblemente en la veintena. Tenía el pelo corto, sobre los hombros, y la raya marcada a un lado. Las cejas oscuras y anchas, los ojos verdes, la nariz pecosa. Parecía casi una muñeca de porcelana.

—¿Y no piensas decirme tu nombre después de todo? —indagó una vez más el escritor mientras apuraba el último trago de su vaso corto. Allí no había más que hielo.

—Es usted muy insistente Monsieur, habíamos acordado ser ni más ni menos que un par de extraños en un tren.

—Pues me va a resultar un poco difícil cenar contigo sin poder dirigirme a ti en ningún momento.

    Dada su peculiar situación, continuó ella, lo mejor sería que la llamara Mademoiselle Adler. O Irene. Y ella lo recordaría siempre como Hércules Poirot.

—No sé cómo le parecería a Mrs Christie unir a esos dos en este escenario —añadió el escritor, acercándose un poco, con intencionada intimidad.

—Prometedor... —susurró ella inclinándose hacia delante, dejando en el aire cualquier explicación al respecto, y un rastro de sutil fragancia de azahar.

    Apareció de improviso el camarero, permitiendo al escritor, ahora Hércules, disfrutar de su vaso lleno de nuevo, y darle un respiro a la sutil maniobra de seducción que se traía entre manos.

    Se había fijado en aquella aspirante a Irene Adler en el vagón bar, cuando al son de un foxtrot antiguo tocado al piano, la había visto sola, observando el vagar del tren en el atardecer de los campos franceses, mientras se dirigían, dejando el crepúsculo atrás, hacia Budapest. Enseguida entablaron conversación, quizá porque eran los únicos seres no emparejados en aquel peculiar y decadente contexto, quizá por las copas que no cesaban de servir ante él. Lo cierto era que las palabras empezaron a brotar solas y en menos de lo que canta un gallo ya le había explicado la vida y milagros de su trayectoria literaria, una sola novela. Pero una muy buena. Enigmática, ágil, ingeniosa, brillante incluso, según algún que otro crítico del New York Times. Y después, nada. Las palabras habían dejado de surgir, como si se secara el caudal. Una página en blanco constante. Un círculo del que nadie, ni su manager, con toda su inventiva y buenas intenciones, había conseguido sacarle.

    Por eso estaba allí, le había contado a aquella joven de piel de porcelana y colmillos afilados. En aquel tren pasado de moda, rodeado de lámparas Art Déco, cristales Lalique, maderas nobles, y palurdos melancólicos a los que les sobraba el dinero. La última esperanza de su manager, que tras ofrecerle cuantos inspiradores placeres había encontrado, sin resultado, había pensado que realizar su gran tour personal por la vieja Europa, le abriría, de nuevo, las puertas de la imaginación, y así las historias de misterio millonarias volverían a brotar de su Macbook Air.

    La conversación se había ido alargando, y cuando nuestro Hércules pudo darse cuenta, llevaba demasiado tiempo contando sus penas y demasiadas copas en su haber. Pero aquella joven se negaba a hablar de nada que no fuera él. No parecía tener ni la menor intención de desvelar ni uno de sus misterios, salvo sus hábitos literarios, y eso hacía muy ardua la tarea de llevarla a su cabina.

    Terminada la espectacular langosta, cuando ya la oscuridad le había ganado la partida a los verdes campos, a los campanarios de las iglesias y al ganado desperdigado en las granjas galas, pasaron al vagón bar de nuevo, donde el sonriente pianista no cesaba en su empeño de animar la velada. Una pareja silenciosa de edad avanzada engalanada de joyas diversas, dos hermanas gemelas de rasgos orientales con estolas de piel conjuntadas y extremadamente lánguidas, un señor con un monóculo que ojeaba una revista junto a una dama de enormes proporciones y un tocado de plumas formaban el público de aquel vagón. Y allí alargaron las horas que los separaban del amanecer mientras la locomotora avanzaba, y los grados bajaban en el exterior conforme se acercaban a los Alpes.

    Cuando salieron, no quedaban pasajeros en el bar. Ella le había dicho que dormía en el último vagón, y hasta allí la acompañó manteniendo su férrea esperanza hasta el final.

Bonne nuit, Monsieur Poirot —dijo, con su pequeño cuerpo detenido en el umbral de su cabina— Me ha gustado nuestro encuentro.

—No puedo creer, hip —atinó a articular, apoyando un brazo en la pared— que me dejes abandonado en mitad de la noche, hip. Es una maldad propia, hip, de un villano de novela barata. 

    La joven, siempre con aquella desconcertante sonrisa, permaneció quieta un instante, observándole quizá con compasión, quizá con dudas. Después se puso de puntillas, le besó en la comisura derecha, y susurró, escriba Monsieur, justo antes de cerrar suavemente la puerta tras de sí.

    Lo siguiente que pudo recordar el escritor fue un martilleante dolor de cabeza cuando el sol ya hacía mucho que había ascendido sobre los parajes húngaros. Se había saltado el desayuno, y su estómago gritaba de hambre. Tardó un tiempo en recomponerse y en poder salir de su estrecha madriguera. Almorzó mientras extensas llanuras verdes pasaban a toda velocidad a su lado y el sol se filtraba entre las nubes que amenazaban con lluvias. 


    Entonces empezó a buscarla. Primero en su puerta, donde nadie respondió. Después en un largo paseo a través de los diferentes vagones. Y más tarde en el vagón bar donde el eterno pianista tocaba sin cesar. Al no hallarla, decidió preguntarle. La respuesta lo dejó boquiabierto.

—Señor, lo lamento, pero no recuerdo que ninguna joven lo acompañara anoche. 

—Estuvo conmigo justo aquí —señaló— hasta altas horas de la madrugada. 

—Discúlpeme señor, estoy seguro que podrán indicarle algo más en el vagón restaurante.

    Confuso, se dirigió hacia allí. Pero no recibió una respuesta distinta. La imagen de la joven empezaba a parecer una absurda ensoñación, un espejismo acompañado del constante traqueteo del tren. Nadie recordaba haberla visto. Ni la gran dama emplumada, ni el señor del monóculo. Se topó también a lo largo del día con las gemelas orientales. Y cuando la locomotora se detuvo en Budapest, vio a la pareja de ancianos enjoyados. Pero ninguno de ellos mostró más que extrañeza a las recurrentes preguntas acerca de la joven desaparecida.

    Paseó junto al Danubio y reflexionó acerca de los misteriosos sucesos que no parecían tener ninguna explicación más que su ebriedad. Se resistió, y al regresar, volvió a dirigirse a la puerta donde creía haber dejado a Irene Adler la noche anterior, pero ésta se encontraba abierta, y el interior de la cabina vacío, como si nadie se alojara allí.

    El escritor volvió a su vagón, y dio una vuelta tras otra, tratando de pensar con claridad. Sereno, se dijo, necesito estar sereno. Recordar y estar sereno. Abrió ante sí su portátil y comenzó a teclear rápidamente. Puso todo su empeño en recordar cada instante desde que había subido a aquel tren. A modo de diario al principio, con más literatura después. Y poco a poco, una historia fue tomando forma. Dejó pasar las horas, los días, sin apenas salir de su cabina. Sin probar ni una gota de alcohol. Escribió. Ignoró los magníficos Cárpatos, sus vastas montañas y los densos bosques y no quiso visitar el castillo de Peles, ni dejarse envolver por la magia rumana. Las palabras brotaban solas de nuevo, los dedos tecleaban con rapidez monótona. Sin detenerse ni un momento. El viejo enchufe de su cabina empezó a dar problemas y decidió pasar a la pluma. No podía detenerse, una fuerza implacable le empujaba a seguir hilvanando la trama.

    Y así pasaron los días y las ciudades. Cambió el paisaje, y también el tiempo. Quedaron atrás los montes agrestes, que dieron paso a las palmeras y a la orografía suave. Y Hércules Poirot, el escritor norteamericano, terminó una obra.


    Hace un calor infernal, anacrónico con los paisajes previamente recorridos, impropio del mes de marzo. Todo es azul. De un azul brillante, luminoso. Arde el sol sobre las cúpulas de Estambul, mientras el tren cobalto se detiene con un prolongado pitido. De uno de los vagones desciende con lentitud un pasajero, portátil y pila de papeles bajo el brazo. Arrastra los pies como si fuera una sombra cansada, y bajo las gafas de sol se intuyen unas prominentes ojeras. Mueve la cabeza hacia uno y otro lado, buscando algo, o a alguien. Y sólo reanuda el paso fatigado al ver a lo lejos a un hombre de baja estatura, regordete y calvo que suda a mares bajo una camisa remangada, y que saluda, entusiasta, con amplios aspavientos. Pero esperen un instante. Nuestro Hércules Poirot para en seco cuando en la distancia, junto a su manager, distingue unos escurridizos tirabuzones rubios. Una muñeca de porcelana burlona le dedica una sonrisa.


    Y mientras avanza desconcertado hacia su ubicación, no puede evitar pensar, la próxima vez, empezaré leyendo la última página.