Cuando yo
vivía en París, los jueves eran días de vino. Pasara lo que pasara, estuviera sola o acompañada, salía de la oficina y, sin detenerme pero sin apurar el camino, regodeándome más bien en la lentitud del paso, me dirigía
hacia el primer lugar donde me resultara apetecible deleitarme con una copa de
vino.
Así fue
como encontré, justo a mitad de una ruta alternativa hacia la buhardilla que
hacía las veces de mi hogar, un bistró. Un tugurio sacado de una novela negra,
donde se escuchaba casi permanentemente la voz rota de Nina Simone y que olía a
cerrado. Sólo rompía las sombras la leve iluminación de algunas lámparas
Tiffany, dejando entrever sofás empotrados de rancio terciopelo rojo, diminutas
mesas de forja y mármol y curiosos personajes que allí hacían parada.
Lo
cierto es que el abanico de especímenes concentrado aquel local era digno de
observación. Y yo, por soledad o aburrimiento, había llegado a convertirme en
una disciplinada observadora.
Apoyado en
la barra, inmóvil frente a una copa, estaba siempre el pirata del parche en el ojo
izquierdo. No muy lejos, en el rincón más alejado de los ventanales, una anciana
aristocrática venida a menos y un poco más allá las jóvenes bourgeoises de clase alta y a la última
moda, que jugaban a besarse a escondidas mientras enviaban mensajes a sus fiancés. También había guionistas de pega
fingiendo escribir obras maestras. Y junto a ellos, ejecutivos estresados que se
bebían su frustración en vaso corto y filosofillos divagando acerca del sexo de
los ángeles. Y luego estaban ellos.
La primera
vez que los vi, hacía frío. Debía de rondar febrero porque llegué helada,
empapada en nieve y con un humor de mil demonios. El Bordeaux no se hizo esperar y, cuando ya empezaba a notar de nuevo la
sensibilidad en la punta de los dedos, me fijé en ellos.
Se habían acurrucado
en un recoveco en íntima penumbra y pensé que eran los clásicos jóvenes al
principio de un noviazgo. Tan tiernos, tan ansiosos. Únicamente al detener la
mirada me percaté de que la edad de los tórtolos sobrepasaba la cincuentena.
Me
sorprendió no sentir incomodidad alguna, como me había ocurrido con alguna otra
pareja de la quinta. No había lujuria vieja allí. Sólo un halo de decadente
cortejo que los envolvía. Juntos desprendían carisma —charme, dirían los franceses— y disfruté coincidiendo con ellos
durante las semanas siguientes.
Parecían
bucear en los ojos del otro sin creer que pudieran estar viviendo aquello. Sin dar crédito
al guiño que les dedicaba la diosa fortuna de improviso, colocándolos en una
situación más que improbable. Un romance, a aquellas alturas.
Llegaban
siempre a la par, muy juntos aunque nunca de la mano. Él la acompañaba a su
asiento, que era siempre el mismo. Rozaba suavemente su espalda y la dejaba
sentarse primero. Luego colocaba su abrigo pulcramente en el perchero y volvía
a su lado. Ella iba entrando en calor, desprendiéndose de sus diversas capas
poco a poco. Debía de ser friolera. O quizá era simple coquetería.
Bebían
cócteles en copas de Martini y pasaban la velada dedicados a las confidencias y
a los secretos susurrados al oído. Él nunca alzaba la voz. A ella en cambio se
le escapaban aquí y allá risitas entrecortadas, como si estuviera haciendo una
travesura.
Me acostumbré
a su presencia. A su pas de deux en
perfecta armonía, como si el tiempo jugara a detenerse junto a ellos, mientras
interpretaban su función. Me reconfortaba la atmósfera que creaban, sin apenas
percatarse de nada fuera de su particular universo. Me daban ganas de soñar un
poco.
Y quizá
por todo ello, pese a las cualidades de observadora de las que presumía, tardé
en percibir el brillo dorado en el dedo anular izquierdo de él.
Casado.
Sentí la traición casi como si fuera propia. No conocía nada de aquella pareja.
Me había dedicado, como tantas otras veces, a imaginar una fantasía alrededor
de personas de carne y hueso. Y me la había creído.
Los desprecié
en secreto y deseé que ninguno de los dos volviera a inmiscuirse en mis jueves
perfectos. Deseé ser libre de aquella historia que sólo yo había creado. Pero
siguieron apareciendo en mi guarida y eso me permitió descubrir detalles menos
líricos en ellos.
Me
percaté, por ejemplo, de largos silencios que no se debían a instantes de intimidad
robados al barullo. Silencios incómodos, culpables y con un cierto sabor a remordimiento
oxidado. Un día, incluso, creí verlos discutir, y a pesar de la penumbra y de
la música ambiental, habría jurado que ella sollozaba.
Dejaron de
tener aquel charme. Perdí todo
interés, hasta el punto de no pararme a pensar demasiado en la desaparición de
ella los jueves por la noche. Él siguió dejándose caer por el local en alguna
otra ocasión. Después, no se le volvió a ver por allí.
Casi los
había borrado de mi memoria cuando una calurosa tarde de verano, paseando
plácidamente junto al Sena, lo vi, sentado en un banco, leyendo en voz alta a una dama que no
había visto nunca. Ella reposaba en una silla de ruedas a su lado, con la
cabeza levemente inclinada, sin fuerza, la boca un poco abierta y la mirada
perdida en el vacío. Sus manos descansaban sobre la manta que la cubría y en su
dedo anular izquierdo relucía un brillo dorado.
Me marché
de allí aturdida y no volví a ver a ninguno de los personajes de esta historia.
Nunca regresé al bistró.
Hoy en día
ya no vivo en París. Aquel tiempo pasó, y con él, cuanto formaba parte de mi
vida allí.
Pero los
jueves continúo bebiendo una copa de vino. Y, a veces, sigo recordando a aquel
par de viejos tórtolos sin futuro que quizá juzgué sin conocer la historia real
tras el velo de la fantasía.
Aquellas
dos almas que decidieron intentar vivir, contra todo pronóstico, un último
romance.