martes, 30 de agosto de 2016

El bistró


Cuando yo vivía en París, los jueves eran días de vino. Pasara lo que pasara, estuviera sola o acompañada, salía de la oficina y, sin detenerme pero sin apurar el camino, regodeándome más bien en la lentitud del paso, me dirigía hacia el primer lugar donde me resultara apetecible deleitarme con una copa de vino.

Así fue como encontré, justo a mitad de una ruta alternativa hacia la buhardilla que hacía las veces de mi hogar, un bistró. Un tugurio sacado de una novela negra, donde se escuchaba casi permanentemente la voz rota de Nina Simone y que olía a cerrado. Sólo rompía las sombras la leve iluminación de algunas lámparas Tiffany, dejando entrever sofás empotrados de rancio terciopelo rojo, diminutas mesas de forja y mármol y curiosos personajes que allí hacían parada.

Lo cierto es que el abanico de especímenes concentrado aquel local era digno de observación. Y yo, por soledad o aburrimiento, había llegado a convertirme en una disciplinada observadora.

Apoyado en la barra, inmóvil frente a una copa, estaba siempre el pirata del parche en el ojo izquierdo. No muy lejos, en el rincón más alejado de los ventanales, una anciana aristocrática venida a menos y un poco más allá las jóvenes bourgeoises de clase alta y a la última moda, que jugaban a besarse a escondidas mientras enviaban mensajes a sus fiancés. También había guionistas de pega fingiendo escribir obras maestras. Y junto a ellos, ejecutivos estresados que se bebían su frustración en vaso corto y filosofillos divagando acerca del sexo de los ángeles. Y luego estaban ellos.

La primera vez que los vi, hacía frío. Debía de rondar febrero porque llegué helada, empapada en nieve y con un humor de mil demonios. El Bordeaux no se hizo esperar y, cuando ya empezaba a notar de nuevo la sensibilidad en la punta de los dedos, me fijé en ellos.

Se habían acurrucado en un recoveco en íntima penumbra y pensé que eran los clásicos jóvenes al principio de un noviazgo. Tan tiernos, tan ansiosos. Únicamente al detener la mirada me percaté de que la edad de los tórtolos sobrepasaba la cincuentena.

Me sorprendió no sentir incomodidad alguna, como me había ocurrido con alguna otra pareja de la quinta. No había lujuria vieja allí. Sólo un halo de decadente cortejo que los envolvía. Juntos desprendían carisma —charme, dirían los franceses— y disfruté coincidiendo con ellos durante las semanas siguientes.

Parecían bucear en los ojos del otro sin creer que pudieran estar viviendo aquello. Sin dar crédito al guiño que les dedicaba la diosa fortuna de improviso, colocándolos en una situación más que improbable. Un romance, a aquellas alturas.

Llegaban siempre a la par, muy juntos aunque nunca de la mano. Él la acompañaba a su asiento, que era siempre el mismo. Rozaba suavemente su espalda y la dejaba sentarse primero. Luego colocaba su abrigo pulcramente en el perchero y volvía a su lado. Ella iba entrando en calor, desprendiéndose de sus diversas capas poco a poco. Debía de ser friolera. O quizá era simple coquetería.

Bebían cócteles en copas de Martini y pasaban la velada dedicados a las confidencias y a los secretos susurrados al oído. Él nunca alzaba la voz. A ella en cambio se le escapaban aquí y allá risitas entrecortadas, como si estuviera haciendo una travesura.

Me acostumbré a su presencia. A su pas de deux en perfecta armonía, como si el tiempo jugara a detenerse junto a ellos, mientras interpretaban su función. Me reconfortaba la atmósfera que creaban, sin apenas percatarse de nada fuera de su particular universo. Me daban ganas de soñar un poco.

Y quizá por todo ello, pese a las cualidades de observadora de las que presumía, tardé en percibir el brillo dorado en el dedo anular izquierdo de él.

Casado. Sentí la traición casi como si fuera propia. No conocía nada de aquella pareja. Me había dedicado, como tantas otras veces, a imaginar una fantasía alrededor de personas de carne y hueso. Y me la había creído.

Los desprecié en secreto y deseé que ninguno de los dos volviera a inmiscuirse en mis jueves perfectos. Deseé ser libre de aquella historia que sólo yo había creado. Pero siguieron apareciendo en mi guarida y eso me permitió descubrir detalles menos líricos en ellos.

Me percaté, por ejemplo, de largos silencios que no se debían a instantes de intimidad robados al barullo. Silencios incómodos, culpables y con un cierto sabor a remordimiento oxidado. Un día, incluso, creí verlos discutir, y a pesar de la penumbra y de la música ambiental, habría jurado que ella sollozaba.

Dejaron de tener aquel charme. Perdí todo interés, hasta el punto de no pararme a pensar demasiado en la desaparición de ella los jueves por la noche. Él siguió dejándose caer por el local en alguna otra ocasión. Después, no se le volvió a ver por allí. 

Casi los había borrado de mi memoria cuando una calurosa tarde de verano, paseando plácidamente junto al Sena, lo vi, sentado en un banco, leyendo en voz alta a una dama que no había visto nunca. Ella reposaba en una silla de ruedas a su lado, con la cabeza levemente inclinada, sin fuerza, la boca un poco abierta y la mirada perdida en el vacío. Sus manos descansaban sobre la manta que la cubría y en su dedo anular izquierdo relucía un brillo dorado.

Me marché de allí aturdida y no volví a ver a ninguno de los personajes de esta historia. Nunca regresé al bistró.

Hoy en día ya no vivo en París. Aquel tiempo pasó, y con él, cuanto formaba parte de mi vida allí.

Pero los jueves continúo bebiendo una copa de vino. Y, a veces, sigo recordando a aquel par de viejos tórtolos sin futuro que quizá juzgué sin conocer la historia real tras el velo de la fantasía.

Aquellas dos almas que decidieron intentar vivir, contra todo pronóstico, un último romance.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario